Gertler se dedica a Bartók después de la gran guerra; es el momento en el que el nombre de este compositor empieza a crecer, pese a las pretensiones hegemónicas de la vanguardia. Así, Gertler, da a conocer por todas partes la Sonata para violín solo que el compositor había destinado a Menuhin; y, desde luego, el Concerto para violín, uno de los mayores concertos violinísticos del siglo que pasó. Era el único de Bartók, pero al cabo de unos años de morir del compositor apareció otros juvenil, parte de cuya música había pasado a los Dos retratos, y que había dedicado a una muchacha, una violinista a la que amó y que no le hizo caso, Stefi Geyer. Eso fue hacia finales de los 50, de manera que hubo que cambiar las cosas: ya no era el Concerto para violín de Bartók, sino el Segundo concerto. El otro, de 1907, era el primero. Es muy interesante leer la carta que le escribe el joven Bartók a Stefi; hay mucha ideología, mucha pose incluso, y sorprende que la inmadurez de quien escribe aquello sea anterior en sólo tres años a la plena madurez de quien compone el Allegro barbaro o El castillo de Barbazul. Sin embargo, el Concerto para Stefi (y también los Dos retratos), son obras de considerable nivel. Es la época del Bartók investigador, el que acaba de publicar con Kodály su primera serie de Canciones populares, una en la que el canto popular originario está casi "tal cual", con acompañamiento y escasa armonización, un primer paso de lo que llevará con el tiempo a Bartók a la composición a partir del imaginario sonoro popular sin necesidad de echar mano de un tema popular realmente existente, eso que se llamó "folclore imaginario" y que acaso sería mejor llamar "imaginario folclórico", quién sabe.

En cierto sentido, estos cuatro discos resumen la biografía del compositor en tanto que eso, músico, compositor, creador. La resumiría mejor, tal vez, una integral pianística, porque Bartók fue virtuoso del piano, como Prokófiev (Stravinski nunca llegó a la técnica de ninguno de ellos, ni lo pretendió). Pero tenemos eso, una visión de conjunto, desde el temprano Concerto para Stefi hasta las piezas americanas, como esos tres inquietos movimientos de Contrastes, como la Sonata para Menuhin. Puestos a echar en falta, faltarían los Cuartetos, pero puestos a ponerse estricto, sobrarían algunas piezas, como las bellas transcripciones, que podemos agradecer como si se tratara de una propina. La madurez de Bartók se sitúa ya en los años veinte y treinta, y ahí están las dos Sonatas y las dos Rapsodias como muestra de una inspiración y un alcance del que son contemporáneas la mayoría de las obras maestras del compositor: los Cuartetos 3 a 6, los Concertos para piano 1 y 2, las piezas pianísticas solas, no siempre folclóricas, Música para cuerda, percusión y celesta, Sonata para dos pianos y percusión, Divertimento para cuerda… Gertler, el virtuoso, el maestro, borda las obras contemporáneas de ésas, mas también las demás; las mima, las recorre después de años y años de tocarlas por todas partes, de enseñárselas a sus alumnos, de saberlas y volver a ellas. Desde luego, de las abundantes referencias insuperables del Concerto de Bartók, el grabado por Gertler con Ancerl y la Filarmónica es uno de ellos. Casi, casi diríamos que, con esta versión, no hacen falta otras. Habrá quien recuerde aquel prensado de Discophon, que dejaba que desear, y en el que muchos escuchamos por vez primera este fonograma, y de las primeras veces, tal vez, en que oímos el Concerto de Bartók, el grande.

En una serie de piezas breves, los 44 dúos para violín, goza del apoyo de Josef Suk. Son grabaciones checas, no lo olvidemos. Estos 44 dúos son populares, líricos, danzantes, agitados, soñadores, de "varia lección", por decirlo así; y recuerdan a las series de Para niños o del Mikrokosmos por su riqueza de ritmos y líneas. Es acaso el punto culminante de este recital de más de cuatro horas en que la pureza musical de uno de los tres grandes compositores del siglo XX se eleva hasta el cielo, conservada en benditos fonogramas desde que Gertler los grabara en Brno y Praga entre 1963 y 1965. Una maravilla, y no sólo para bartókianos.

Santiago Martín Bermúdez