Pavel Haas fue alumno de Leos Janacek. Románticos tardíos ambos, al seguidor le tocó caer víctima del crimen nazi, en el campo de Auschwitz, en 1944, sobre el tétrico fondo de una era bajamente romántica, según la incisiva fórmula de Jorge Luis Borges. Este compacto los reúne como autores de cuartetos en los cuales cabe leer la continuidad de una estética y la identidad de un lenguaje armónico, al tiempo que la afirmación de dos retratos personales, obviamente diferentes.
Janacek contrae en sus cuartetos los dos polos principales de su tensión más íntima: la obstinación de breves cláusulas melódicas y la cortante alternancia de atmósferas y humores marcadamente contrastados. Arrebatos sintéticos van trazando una suerte de biografía escrita de memoria, una memoria flotante que va añadiendo viñetas muy definidas, marcadas por su dramatismo que toma aliento para nuevas y encarnizadas escenas. Su inspiración arraiga en el relato de Tolstói La sonata a Kreuzer, una historia de amores callados que se viven en un entrevero de celos y adulterio imaginario, donde la música hace de ideal Celestina.
Haas propone unas soluciones alternativas a un solo expresionismo que deriva en ocaso de un extremo pero vivaz mundo romántico, según queda dicho. En él aparece un patetismo resignado, que busca la serenidad en medio del drama. En la obra de 1920 encara una suerte de rapsodia donde los momentos de la sonata están esbozados y enlazados en un movimiento único. La estructura de 1938 se divide en secuencias formales, tratadas con gran libertad, pues culminan en un tema variado que remata en fuga. ¿Vale recordar el lejano e incitante ejemplo de Beethoven y Boccherini? El discípulo aceptó la lección y la desplegó por su cuenta. El arte es continuidad pero a saltos de personalidades y tal es el no menor encanto de su enigma que se extiende por el tiempo: ser uno y ser, a la vez, diverso.

Blas Matamoro