Uno de los enigmas más inquietantes que aún planean sobre el periodo nazi, y que probablemente no acabará nunca de ser desvelado satisfactoriamente, es cómo la sociedad científica y culturalmente más avanzada de su época, esa refinada y civilizada Alemania que durante dos siglos había sido cuna de los más grandes talentos en los campos de la literatura, la filosofía, la ciencia, las artes plásticas y, sobre todo, la música, fue capaz de engendrar y nutrir el sistema político y social más brutal y despiadado, que añadía a la común ignominia de cualquier totalitarismo coetáneo ese plus de abyección derivado del racismo que estaba en la base de su cuerpo ideológico y que dio lugar al terrible genocidio que, con los judíos en el pelotón de cabeza, acabaría perpetrándose durante los infaustos años que seguirían a la invasión de Polonia por las tropas alemanas. A la repetida y un tanto retórica pregunta de si puede haber música después de Auschwitz cabría anteponer la de cómo es posible y bajo qué lógica que una persona aparentemente común, como usted y como yo, sea capaz de firmar por la mañana, sentado plácidamente en la butaca de su oficina, el exterminio de decenas, quizá de centenares o de miles de personas inocentes –niños incluidos-, y por la tarde acudir a la sala de conciertos a escuchar música de Beethoven o de Mozart.
Es obvio que el extraordinario libro de Frederic Spotts que ahora, a los diez años de su primera edición en inglés, presenta la Fundación Scherzo y Antonio Machado Libros, en cuidada traducción castellana de Javier y Patrick Alfaya McShane, ni puede ni pretende dar solución al enigma. Pero sí aporta alguna clave al dirigir el foco hacia una faceta del nazismo que, aunque conocida y ampliamente comentada, no había hasta el momento recibido un tratamiento en profundidad. El título, Hitler y el poder de la estética, señala el punto de partida; más que del Nacionalsocialismo, el libro se ocupa de la vida de Adolf Hitler en tanto que artista-político (por ese orden), cuya última convicción y más profundo impulso fue el de crear, mediante el dominio y el total sometimiento del mundo, “el más grande estado cultural desde los tiempos antiguos, o quizá de todos los tiempos”. La obsesión de Hitler por todo lo que tuviera que ver con el arte y con la cultura fue mucho más que una pose o un puro instrumento para otros fines, y permeó de cabo a rabo toda su fatal trayectoria. Y es que, como dijo Thomas Mann en su ensayo profundamente antinazi Bruder Hitler, fechado en 1938, cuando el escritor había tenido ya que optar por el exilio, en un sentido literal Hitler era en verdad un artista. Spotts adopta decididamente esta visión, así como la del célebre aforismo de Walter Benjamin que calificaba el nazismo como una ‘estetización de la política’. Más allá del lugar común que ha querido ver en Hitler a un pintor mediocre, cuyo fracaso en Viena –y luego en Munich- acaba de convencerlo de que probar suerte en la política le produciría quizá mejores réditos, lo que la realidad demostraría, y lo que el autor demuestra en las páginas del libro, es cómo mediante el descubrimiento de sus fabulosas dotes para la oratoria primero, y su capacidad para hipnotizar a las masas después, Hitler logra transferir su condición artística al ámbito de la política, hasta el punto –y esto es lo terrible- de identificar el mundo real con sus proyecciones y ambiciones de artista. Así, del mismo modo que un pintor se sirve del lienzo, de los colores y de los pinceles para crear, a partir de la nada, un mundo que existe tan solo en su imaginario, Hitler se sirvió del mundo real como si de un gran lienzo se tratase, o más bien como un gran decorado a su entera disposición, sobre el que él ejercería de director, escenógrafo, arquitecto, figurinista y hasta músico, todo a la vez, con el pueblo alemán, y a la postre la humanidad entera, como voluntariosa –y sacrificada- legión de actores, comprimarios, secundarios y figurantes. La aberración estaba servida, y la pertinencia del increible retrato de Chaplin en El gran dictador (también de 1938) daría para otro texto.
En este sentido sigue siendo adecuado calificar al Tercer Reich como una gigantesca puesta en escena, con momentos álgidos como las celebraciones del partido que anualmente tenían lugar en Nuremberg, que iban mucho más allá de las habituales manifestaciones que las tiranías suelen ofrecer a sus sometidos, para convertirse en grandes epifanías de una nueva religión cuya doctrina era la fe ciega hacia su máximo oficiante, y que ilustran la manera en que Hitler sustituyó la mera creencia por el acto ritual, trocando medio y mensaje o haciendo de la forma el contenido. Paradójicamente es esto lo que dotó de una insólita modernidad al nazismo, y su principal diferencia con el otro gran sistema totalitario de la época, el comunismo soviético, que sí se basaba en origen en una ideología ciertamente estructurada. En Alemania toda la estructura política y social dependía en última instancia de la ‘voluntad del Führer’, y a la postre acabó siendo objeto del capricho y de la arbitrariedad de ese ‘artista’ (arbitrario como todo artista) llamado Adolf Hitler.
El libro repasa todas las facetas artísticas y culturales en las que Hitler intervino directamente, que no fueron pocas (el cine, por ejemplo, no le interesaba como expresión artística, y por ello lo dejó casi por entero en manos de su ministro de propaganda, Joseph Goebbels y, en consecuencia, apenas es tratado en el libro). La pintura, y en general las artes plásticas, son el objeto de los primeros capítulos, que nos acercan a los oscuros inicios como pintor de calle del tímido y hosco aspirante a artista, quien por tres veces intentó sin éxito ser aceptado en la Academia de Bellas Artes de Viena, fracaso que marcó su vida y origen aparente de su profundo –diríamos que insondable- resentimiento, del que no se libró ni la propia ciudad imperial que fue testigo del fiasco, y a la que siempre trataría con vindicativo desdén. Su odio por cualquier manifestación de modernismo estético no sólo provocó la huida de Alemania de los más grandes artistas (pintores, escultores, dibujantes, escenógrafos) en la que ha sido calificada como una de las mayores catástrofes culturales de las que la historia tiene noticia, sino la promoción de imposibles proyectos para levantar un supuesto ‘auténtico arte alemán’, que no era más que la proyección de sus propios gustos pequeñoburgueses por la pintura y la escultura academicista de finales del XIX que dieron al traste (y él mismo tuvo finalmente que reconocerlo) con el prestigio artístico de Alemania.
Pero el lector de este boletín encontrará especialmente interesantes los capítulos dedicados a la música en el Tercer Reich. De sobra es conocida la pasión de Hitler por la obra y la personalidad de Richard Wagner, cuya consecuencia más notable es la de haber fagocitado al genio, muerto casi una década antes del nacimiento de Hitler, hasta el punto de obligarle a cargar durante décadas con una pesada penitencia (se sigue hablando todavía hoy tanto del ‘Wagner de Hitler’ como del ‘Hitler de Wagner’). La rendición incondicional a sus encantos por parte de la familia Wagner lo convirtieron en el ‘Presidente de la República de Bayreuth’, y hasta en los años finales de la guerra continuó, por expresa orden suya, celebrándose el Festival. Y aunque para Hitler la música no fue una obsesión comparable a la que sentía por la pintura y, sobre todo, por la arquitectura, la comunidad musical apoyó el nuevo régimen con mayor entuasiasmo que cualquier otra. Salvo el puñado de músicos (compositores, directores de orquesta, cantantes o instrumentistas) que tuvieron que abandonar Alemania por razones obvias (ser de origen judío o, simplemente, desafecto al régimen) gran parte de la comunidad musical vio con esperanza el advenimiento del ‘nuevo mesías’ que prometía el renacimiento del gran arte alemán bajo su égida, y en especial del arte que había colocado a Alemania en lo más alto, la música. Y todavía sorprende hoy en día cómo talentos de la talla de Wilhelm Furtwängler o Richard Strauss (por no hablar de los Krauss, Knappertsbusch, Böhm, Pfitzner y tantos otros) se prestaran de buen grado a apoyar y refrendar un sistema que, ya desde sus comienzos, mostraba para quien quisiese observar con –no demasiada- penetración, que estaba lejos de casar con los ideales humanistas que, en teoría, el gran arte debe abrazar y poner en juego. En el libro se dan muchas razones y se documentan muchas conductas, pero uno no puede seguir evitando la desazón cuando piensa que, incluso con el destino alemán sellado a comienzos de 1945, Goebbels seguía reconociendo en sus diarios ‘la absoluta y ejemplar lealtad de Furtwängler, que no olvidaremos cuando la guerra termine’.
Hitler y el poder de la estética es un libro que, apoyado por su amena y brillante exposición, apasiona e inquieta al mismo tiempo. Se lee de un tirón y, pese a su escabroso asunto, es de recomendación obligada para todo aquel que sienta un interés por uno de los fenómenos más macabros de la historia, cuya onda expansiva sigue golpeándonos hoy, en pleno siglo XXI, a más de cincuenta años de su wagneriano final. Como su autor afirma en el prólogo, ‘el interés de Hitler por las artes era tan intenso como su racismo; descuidar lo uno es una tergiversación tan importante como olvidar lo otro (…) El hombre tenía una doble personalidad; la primera, la de un artista bastante tratable, y la segunda, de un maníaco asesino. Durante el último medio siglo, y por razones obvias, los escritores han escrito sobre Hitler, el maníaco homicida. Sin ignorar en ningún caso a ese Hitler, este libro examina al otro’.
Martín Lasalle