Carmina latina: García Alarcón traslada el Mediterráneo a América
El musical constituye uno de los aspectos menos estudiados del legado dejado por los hispanos en sus cuatro largos siglos de permanencia en América, aunque no es menos cierto que en los últimos años este asunto
ha despertado un nada desdeñable interés en algunos investigadores. Más allá del enriquecimiento económico que significaban aquellos vastos territorios transoceánicos, la colonización estaba impregnada de una misión evangelizadora. Desde la Baja California hasta la Tierra de Fuego, la Iglesia (principalmente, por medio de los jesuitas) tuvo una permanente y ubicua presencia. La construcción de catedrales, iglesias y conventos llevaría aparejada la necesidad de proveerse de maestros de capillas, de cantantes y de instrumentistas. Las bibliotecas musicales que se conservan en Iberoamérica, de las que sólo se conoce la punta del iceberg, evidencian la importancia que tuvo la música en los que para unos fue colonización y para
otros, simplemente conquista.
La mayor parte de aquellos músicos fueron españoles y portugueses, pero también los hubo de otros territorios europeos en los que había una marcada presencia jesuita (Italia, Alemania o, incluso, Chequia). Fusionados con los ritmos populares autóctonos americanos y con los que llegaban de África como consecuencia del incesante comercio de esclavos, el resultado fue una música completamente distinta a la que se escuchaba en el resto del mundo occidental y que, entre idas y vueltas, terminó a su vez influyendo en la vieja Europa.
Pero el presente disco no intenta tanto darnos una visión de lo que fue aquel mestizaje musical como presentarnos lo que pudo ser la tradición polifónica que surgió en Iberoamérica durante la segunda mitad del siglo XVI y todo el XVII (para no dispersar demasiado la atención, imagino, se ha evitado abordar aquí el riquísimo panorama que ofrece el XVIII).
El inquieto Leonardo García Alarcón aparca por un momento a Bach, a Händel, a Vivaldi, a Mozart y a tantos otros compositores de primera línea (renacentistas, barrocos o clásicos) que han requerido su atención en su infatigable labor de estos pasados años para volver a su origen americano. El director platense nos ofrece un programa de algunos de aquellos músicos que se embarcaron desde la península ibérica hasta América en un viaje que, en la mayoría de los casos, sería sólo de ida (Gaspar Fernandes,
Juan de Araujo, Tomás de Torrejón y Velasco y Diego José de Salazar). A este programa le añade un himno mariano de autoría anónima, cantado en quechua, Hanacpachap cussicuinin, que es tenido por la primera composición religiosa escrita en lengua local. Asimismo, incluye la Missa de Batalla a 12 del catalán Joan Cererols, que nunca estuvo en América. Tampoco hay constancia de que esta misa se interpretara alguna vez en los territorios americanos, pero con su inclusión García Alarcón quiere ilustrar la fastuosidad de las obras que podían escuchar en las capillas musicales de allende durante el siglo XVII.
La severidad de la misa de Cererols o del Dixit Dominus a 12 de Araujo contrasta con la inequívoca raíz popular de las otras piezas que contiene el disco, como el más que conocido Salga el torillo, de Salazar, pero cumple su propósito de enunciar en muy poco espacio qué tipo de música se hacía en aquellas tierras. La interpretación, tal y como nos tiene acostumbrados García Alarcón, es realmente magnífica, uniendo para la ocasión a dos
formaciones vocales (la Cappella Mediterranea que él mismo fundara y el Coro de Cámara de Namur) con el ensemble instrumental Clématis. La presencia nutrida de cantantes españoles e hispanoamericanos contribuye a dar mayor credibilidad al trabajo, huyendo en la medida de lo posible de esas aberrantes pronunciaciones foráneas que hemos tenido que sufrir en otros discos
dedicados a este repertorio colonial (seré benévolo y evitaré recordar a los directores de los mismos, aunque los buenos aficionados imaginarán a quiénes me refiero).
Eduardo Torrico