Se preguntará el melómano informado para qué una nueva versión de los Motetes de Bach. Para qué grabar nuevamente estos siete ochomiles de la música coral que ningún coro se cansará de cantar y ningún humano se cansará nunca de escuchar. Para qué adentrarse de nuevo en un bosque tan transitado, aun cuando en su interior, un banquete orgiástico de melodías entrelazadas nos aguarden. Qué sentido tiene elevarse nuevamente unos palmos del suelo, subir los brazos y alargar los dedos para acariciar otra vez la bóveda celeste. Si tantas veces lo hicimos antes, para qué asomarse reiteradamente al vergel, para qué caminar por el edén del barroco pleno, para qué detenerse en los peldaños de la felicidad, para qué –exhibiendo una palmaria falta de originalidad– evadirse de los problemas que nos asolan abusando –una y otra, y otra, y otra vez– de la música de Bach.

Sin duda se trata de un extraño fenómeno, equiparable al de una máquina de movimiento continuo. Cómo es posible que escuchar estos motetes de manera regular y cercana no produzca en mí la más exigua sensación de cansancio. El más mínimo sentimiento de agotamiento. Antes bien, con cada nueva escucha, nuevas ventanas se abren, mostrando nuevos caminos que llevan a nuevos bosques, posiblemente igual de transitados por otros. Cómo no ser víctima de la tentación de introducirse de nuevo en esos universos y soñar con no salir de allí en mucho tiempo.

La propuesta en concreto nos la hace el experimentado y sabio Frieder Bernius, eximio conocedor de la música germánica de ese siglo, al frente de su magnífico Coro de cámara de Stuttgart. Si alguien conoce el modo, por favor, que me lo haga saber: con este panorama, cómo no reincidir –¡nuevamente!– en el paraíso de la abundancia. 

Caronte