Johann Sebastian Bach compuso una inmensa cantidad de música para teclado con fines puramente didácticos, como ejercicios que permitieran a sus discípulos (entre los que se encontraban, lógicamente, varios de sus hijos) adquirir la necesaria habilidad (bien lo saben desde hace décadas los estudiantes de piano, para quienes Bach ha sido y es un castigo cotidiano). Este es el caso de las Seis sonatas en trío para órgano, BWV 525-530, pues Bach las compuso para el joven Willhelm Friedemann (aunque no se conoce con exactitud la fecha de su composición, ésta se sitúa alrededor de 1730, por lo que aquél debía de contar con unos 20 años de edad), quien, con los años, se convertiría en un reputado virtuoso del órgano. Es indudable que Johann Sebastian quiso componer una música “a la moda”, que agradase los gustos modernos de su primogénito, de manera que el pesado ejercicio estuviese dulcificado por una composición especialmente atractiva y melodiosa, con un aire muy italiano –para ser Bach–. Como se habrá adivinado por lo ya dicho, a pesar de su función docente, estas creaciones, lejos de constituir un severo y seco ejercicio de digitación, constituyen probablemente las obras para órgano más accesibles y disfrutables del Cantor. Dada su naturaleza y estructura –constituyen verdaderas sonatas en trío, en las que las dos voces soprano se encomiendan a las manos y el bajo al pedal–, las sonatas gozan en los últimos años de más predicamento en transcripción para conjunto de cámara que en su concepción original, aunque no cabe duda de que este último formato es el más adecuado. El gran Lorenzo Ghielmi, tras sus últimas y soberbias grabaciones, vuelve a dar en el clavo, deleitándonos con una magnífica y colorista elección de los registros, un fraseo elegante, cantábile y fluido, una articulación fina, precisa y crujiente al mismo tiempo, una técnica impresionante en los pasajes más rápidos, con pleno dominio de la coloratura y, finalmente, una exposición ejemplar del contrapunto.

Javier Sarría Pueyo