En 1880, estando de vacaciones con su familia, empezó Rimsky a componer esta Doncella de la nieve sobre un cuento teatral del dramaturgo Ostrovsky. Eran los primeros tiempos de su matrimonio, una amable, armoniosa y jocunda etapa de su vida – hasta a los más adustos profesores les ocurre – que propiciaron obras tan deliciosas como la presente y su compañera de género, La noche de mayo. Ocupan la más feliz de las provincias creativas del autor, donde también podemos alojar El gallo de oro y El zar Saltán. Una fondo de cuento infantil con todo el suntuoso colorido de un bordado popular, un sentimentalismo de leyenda y el uso destilado de elementos folclóricos que nos conducen al mundo de las hadas y lo tornan parecido a una aldea idílica.
La Doncella de la Nieve es, como su nombre indica, un ser fantástico que seduce por su frágil y cristalina presencia pero que congela lo que toca, creando disturbios entre los mortales hasta que la bella y templada Primavera la deshace en escorrentía. O sea que tenemos entretejidos los registros de lo humano y lo sobrenatural, sintetizados en las fuerzas de la naturaleza misma. Rimsky se mueve con holgura en este límite, con un melodismo delicado que varía según los personajes, una irónica visión de las ceremonias campesinas y cortesanas, todo adobado por una de las ciencias instrumentales mejor servidas de la historia. Si el aficionado exige una versión filológica, segura de estilo, dotada de solvencia vocal en todo el extenso reparto y guiada por un sabio jefe de fila, ésta del Bolshoi de 1987 es la más recomendable.
Blas Matamoro