Basta con el soplido de Jan Garbarek y una simple octava del Hilliard Ensemble para que los muros de la capilla de St. Gerold desaparezcan de súbito dando paso a los círculos de bruma que se extienden por las cumbres austríacas. Más allá, está el infinito. Y es precisamente en ese infinito -una llanura glacial en Islandia-, donde el señor Eicher, al volante de su coche, es sorprendido por una revelación que cambiará la historia del disco. Dándole vueltas a la banda sonora de su película Hölozan el creador de ECM tiene de repente la idea de juntar el saxofón de su amigo Jan con un grupo de voces a cappella. Esto sucedía a principios de los noventa. Hoy en día, con la sonoridad bien incrustada en el imaginario discófilo (y habiendo soportado estoicamente una ristra de incontables sucedáneos), no se nos antoja una elección especialmente excéntrica u osada, aunque si lo pensamos un segundo resulta difícil encontrar dos sonoridades más antagónicas: los saxofones de Garbarek, por un lado, son el paradigma de la improvisación; las cuatro voces masculinas del Hilliard, expresión suma de la primera organización pautada de la música occidental. Sorprendentemente, el experimento no sólo convence, sino que vende millones de copias.

Y qué duda cabe que el primer Officium (1993) se ha convertido en un icono de la fonografía. Ni Eicher, ni Garbarek y el Hilliard podían esperarse un éxito semejante mientras planeaban el contenido específico de esta antología irrepetible: un par de piezas de Pérotin y Dufay, varias composiciones gregorianas, un puñado de anónimos checos, ingleses y húngaros del siglo XIV y para rematar, tres variaciones del hondísimo Parce mihi domine del Oficio de difuntos de Morales. La secuela de esta inmarcesible obra maestra, el álbum doble Mnemosyne (1998), va mucho más allá en el planteamiento del programa, transgrediendo con afán ecuménico y pluralista todas las convenciones y expectativas del oído medio: cantos quechuas e iroqueses, melodías rusas y estonias, una pieza de Tallis, anónimos medievales franceses e ingleses y hasta un peán délfico del siglo II repletan un álbum enorme al que el propio Garbarek contribuía con un par de exuberantes tonadas.

Ahora, doce años más tarde y con cientos de conciertos a sus espaldas, los Hilliard y Garbarek, quienes han aprendido a entenderse sin necesidad de abrir la boca, vuelven con un superior Officium Novum que dirige la mirada al oriente europeo: si Morales era el maestro de ceremonias de aquella primera aventura transmusical, es ahora Komitas Vardapet el guía de un apasionante viaje por el mapa ruso, balcánico y armenio que recala en las mejores estaciones de la liturgia ortodoxa. Cambiando neumas por melismas (Svjete tihij), iglesias por sinagogas (Dostoino est; Nur ein Weniges noch) y cerros bretones por estepas y olivares (Otche nash; Litany; Tres morillas), el saxofonista y los cuatro fantásticos del Hilliard vuelven a hacer una música mirífica y arrebatadora en la que ya no es posible distinguir entre lo improvisado y lo escrito. Es tal la compenetración entre las tesituras canoras y los lamentos del saxo que resulta incongruente seguir considerando a Garbarek como solista o “quinta voz” del conjunto ni arrimar el oído según el reparto de competencias original, pues el transformismo musical es completo: no hay aquí, como en los anteriores registros, una voz improvisadora y cuatro desplazadas sobre pentagrama, sino una conversación absolutamente fluida en la que el uno y los otros (o los otros y el uno) entran y salen con los ojos cerrados y el corazón palpitante. Semejante experiencia musical no puede describirse con palabras: hay que vivirla. Así que recuéstense, pónganse cómodos y prepárense para gozar de un disco como ningún otro.

Sebastián Otálora